jueves, 9 de mayo de 2013

LA PRINCESA Y EL PORDIOSERO

En el hermoso pórtico de madera tallada,
situado exactamente junto a la salida del infierno
en la única calle hermosa que queda
en la ciudad comparable a un montón de chatarra
o quizás a un laberinto de pasajes oxidados,
la Emperatriz infantil espera en su escaparate
al guerrero que la distraiga, por un instante,
de su eterno aburrimiento.
 
Por pasividad no delictiva del gordo neozelandés,
obligado a husmear entre los montones de estiércol,
siguiendo los consejos de los sabios de su poblado,
en busca va del arca o sagrado instante
bajo la nieve que cae como pétalos de cerezo,
como enorme Frank Black de la era post-apocalíptica.
 
Ella fue emperatriz, en otra vida,
en el hermoso país de los cerezos.
Él había sido ministro del gabinete
en el ejecutivo de transición que consiguió llevar a cabo
las importantes reformas que el país necesitaba.
 
Su aparato reproductor tiembla
a la espera del consenso cálido y maravilloso
de la boca húmeda como sedoso tofu,
y después el santuario fuertemente custodiado
por los groseros ejércitos de la ética visual
y las buenas costumbres,
contrario al ídolo de Dotombori,
al que ha de ofrendársele continuamente
para que no pierda el musgo, oxígeno e hidrógeno.
 
Como el reloj implacable aún no ha cerrado
su mortecino ciclo de infamia,
le regala de todo corazón un masaje,
y ella dice "Heaven",
y en el cielo se enciende, como neón de una megápolis,
estrella fugaz.

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